Difícil. Tan difícil.
Está acostada en una cama apenas cubierta por una sábana rota y un camisón.
Es una abuela.
Se nota cuando la miramos, se nota por sus ojeras y por su piel que cuelga de su cuerpo como si quisiera desprenderse, se nota porque en la pared de su habitación compartida, donde se escucha la respiración forzada de quien es su compañera, hay un cartel escrito por sus nietos. “Abu, esperamos que te mejores pronto”.
Ella nos ve entrar y presiente que algo está pasando aunque no logra entender qué es, del todo.
Nos mira, mezcla de vergüenza y admiración, y yo la miro desde un rincón intentando ser invisible y que no me alcancen a ver sus ojos vidriosos.
Sonríe.
Contesta las preguntas con la precisión que le permiten sus años y sus recuerdos.
Se sienta en la cama.
Deja que la miremos, la toquemos y hasta hablemos de ella tal y como si no estuviera presente.
Y no se queja.
No dice nada.
Apenas si logra entender algunas de nuestras palabras demasiado difíciles para ella.
Pensamos todas las posibilidades. Desde lo más simple a lo más severo. Y después, vamos descartando de a poco.
Nos mira, nos sonríe una vez más con la calidez con la que sólo pueden hacerlo las abuelas.
Y entonces, nosotros inventamos la historia. Y jugamos a ser detectives dentro de su propio cuerpo, y buscamos pistas que nos ayuden a definirnos por algo.
Y al final, resulta.
Sabemos lo que tiene.
Sabemos que no se cura con nada.
Sabemos cuánto le queda.
Sabemos que ella no lo sabe.